Por: Belkys Polo Cambronell


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Fertilización: del laboratorio al campo, del campo a tu mesa

18 noviembre, 2025

La fertilización como puente entre la ciencia, el suelo y lo que llega a tu mesa.

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Última actualización noviembre 18, 2025 a las 10:22 am

Comer hoy es más complejo que nunca. Somos más, exigimos más, y la tierra tiene el mismo tamaño. Ante esto, los desafíos para producir alimentos son cada vez mayores. El campo está forzado a producir más y más alimentos cada vez y muchos de estos ni siquiera llegan frescos a la mesa: se transforman en conservas, endulzantes o bebidas que esconden la huella del campo. El suelo, como nosotros, también se agota. Tiene límites, en extensión y nutrientes.

En Colombia aún tenemos grandes extensiones de tierra con capacidad productiva, pero muchas permanecen sin cultivar. A esto se suman las desigualdades en la distribución del territorio y la diversidad de suelos, marcada por la altitud, el clima y la composición mineral. No todos los suelos alimentan lo mismo, ni lo hacen del mismo modo. Tal vez lo viviste, la experiencia de presentarle el ñame a tus compañeros de pensión cuando te fuiste a estudiar al interior, y que no entendieran a qué te referías, o esas discusiones entre si es mote o es mute.

Detrás de esas palabras hay algo más que un plato: hay un mapa de suelos, climas y costumbres que hace única cada región del país. Tal vez ese sea el único límite territorial que debería reconocer la humanidad: el que impone la tierra. Entonces, ¿cómo logra el campesino suplir la cantidad de alimentos que se requieren temporada a temporada con las limitaciones naturales del suelo?

Los fertilizantes son inherentes a la producción agrícola desde siempre, existen diferentes formas de fertilizar. Las primeras civilizaciones usaban restos orgánicos como estiércol, hojas secas y cenizas de madera para enriquecer el suelo. Sin conocer la química del proceso, aprovechaban el ciclo natural de descomposición para devolver nutrientes a la tierra. Los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, como los Kogui, Arhuacos y Wiwa, practicaban una fertilización basada en la rotación de cultivos, el uso de abonos verdes y la mezcla de cenizas con residuos vegetales. Su principio era mantener el equilibrio espiritual y ecológico del territorio: sembrar donde la tierra “ha descansado” y alimentar el suelo con lo que proviene de el mismo.

Con el avance de la química agrícola en el siglo XIX, el ser humano comenzó entonces a acelerar la producción agrícola, lo que logró a través de la fertilización mineral, se descubrieron los efectos del nitrato de sodio, el fosfato y la potasa, a esto también se sumó la era de los fertilizantes nitrogenados, que llegó con la invención de producción industrial del amoniaco. La agricultura intensiva se expandió; también la contaminación de suelos y aguas por exceso de nutrientes. Por no considerar los impactos ambientales. Hoy se busca combinar el conocimiento ancestral y la ciencia moderna.

Surgen los biofertilizantes, los fertilizantes de liberación controlada y los nanofertilizantes, que mejoran la eficiencia y reducen el impacto ambiental. El reto actual es volver al equilibrio: producir más sin agotar la tierra.

En Colombia la investigación ya aporta respuestas. En la Universidad Industrial de Santander, por ejemplo, se desarrollan proyectos que buscan fortalecer la producción agrícola mediante el uso de zeolitas naturales como portadoras de nutrientes. Estas estructuras minerales actúan como aliadas del suelo: retienen lo esencial, liberan lo necesario y reducen la cantidad de fertilizante sin sacrificar la productividad. Con ello, se mejora la salud del suelo y se mitigan los gases de efecto invernadero que surgen del uso excesivo de fertilizantes convencionales.

El camino es desafiante, pero prometedor. Porque más allá de los laboratorios y los cultivos, la verdadera transformación empieza en nuestras decisiones cotidianas.
Cada vez que elegimos qué consumir y cómo hacerlo, decidimos también cuánto exigimos a la tierra que nos sostiene.